5 de junio de 2014

El corazón, si pudiese pensar, se pararía...

por ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO:

«"He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales. 
Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía".(Fernando Pessoa en el 'Libro del Desasosiego')

Inmediatamente me acordé del maravilloso escrito de Heinrich von Kleist sobre las marionetas. La conciencia nos condena a no poder disfrutar de la inmediatez de la existencia y, por tanto, nos arrebata la natural gracia, o levedad, del ser. [C]uando el hombre actúa o se mueve, ha de portar sobre sí la carga de su propia conciencia, y por eso se dan los tropiezos, las reticencias, los desajustes gravosos. La ciencia, pues, la conciencia, nos ha separado de nosotros mismos y del mundo, de la naturaleza y de los otros. Pero Kleist sabe que, en este camino, ya no hay vuelta atrás. No es posible retomar el estado puro de inocencia. Tan sólo queda cumplir hasta el final esa larga travesía tortuosa de la conciencia, hasta el infinito. [P]ara bien o para mal, hemos de cargar con esta presencia dolorosa de la conciencia, hasta conseguir hacer de ella, incluso, una promesa, la promesa: de la libertad, individual y como especie.
[...]
Todo el universo kafkiano, por ejemplo, está recorrido por esta extrañeza; por la distancia extrañadora en que habita un individuo incapaz de hacer callar su conciencia. Se trata de un mundo, para él, profundamente perturbado, desequilibrado, incoherente: contra-hecho; lleno de aturdimientos, traspiés y todo tipo de cuerpos gravosos y caídas. Un mundo, de antemano, perdido; donde el sujeto gasta todas sus fuerzas en alcanzar una coherencia, una estabilidad imposible. Y precisamente por ello tropieza cada vez más.
[...]
Así pues, el paraíso es la estupidez, y vivimos deliciosamente condenados en nuestra propia y particular per-versión.»


Artículo completo en la revista digital: Frontera D 
Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro, Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo y Paisaje fotográfico. Entre Dios y la topografía.