5 de marzo de 2013

para qué sirven los arquitectos?...


« Todos los saberes generan una filosofía espontánea, un pensamiento propio del oficio que, en un grado más o menos consciente, es compartido, imprime un carácter entre los practicantes de una  profesión. La filosofía espontánea de la arquitectura está muy próxima a la del militar aunque se practique con otros medios (no siempre ni forzosamente destructivos). Ambos contemplan el territorio como un espacio disponible sobre el que se puede actuar con cierta impunidad. Para el militar es un espacio de conquista: ocupación del territorio. Para el arquitecto, es un espacio a modelar: construir un  medio en cuyo marco crecen y viven los hombres en sabiduría y virtud. Los grandes movimientos arquitectónicos utópicos y no tan utópicos, son la expresión suprema de esta filosofía. 
Cualquier filosofía espontánea se atempera y adapta a medida que aparecen las rugosidades de la  vida real, en este caso del espacio disponible, así como de las personas que lo habitan. Poco a poco, el  arquitecto descubre las dificultades que plantea roturar un espacio conforme a la razón. Y aparecen los habituales contrapesos a los excesos de la racionalidad teórica: los intereses y deseos de las personas y las sociedades. Esta multiplicidad es lo que constituye eso que llamamos ciudad.
(...)
Los arquitectos han ocupado un lugar intermedio como brazo ejecutor, en un equilibrio que no siempre ha caído del mejor lado. Todo desastre urbanístico tiene como mínimo tres firmantes: el dinero, el político y el arquitecto. Y la responsabilidad no es eludible, aunque se invoque la preeminencia del cliente y el sagrado principio neoliberal del dejar hacer.

El arquitecto se mueve entre el poder político y el poder económico, tratando de salvar su alma –o su imagen– y hallando vías para expresar sus ideas. (...)

La habilidad de tejer la mejora del paisaje urbano, en medio del sistema de intereses y apetencias que constituye una ciudad, es decir, sin pretensiones de tabula rasa (que siempre acaban generando monstruos) y sabiendo que todo tiene, felizmente, el rastro permanente de la complejidad, todo ello constituye la dignidad del arquitecto. Evitar que las ciudades se destruyan debería ser su compromiso moral (...). No obstante, estos imperativos no deben bloquear el valor esencial de una ciudad: el cambio.

En la ciudad actual, diversidad quiere decir complejidad. En esta complejidad, las propuestas utópicas ya no tienen cabida. (...)
Por lo tanto, el arquitecto sabe que su sueño de disponer y roturar a su gusto un territorio es cada vez más improbable. Y que hay problemas, viejos y nuevos, formulables en términos espaciales, que son los suyos y que requieren respuestas. (...) Junto a este problema inagotable, la propia idea de territorio y de ciudad cambia. La ciudad ya no es lo que era, ni está claro que pueda mantener lo que tiene de esencial. Los territorios pierden sus perfiles y se cruzan con los problemas de movimiento y de tiempo. Todo se relativiza. Aparecen espacios nuevos. Mutaciones y flujos nos indican esta nueva relación espacio-temporal. Contenedores y terrain vague nos identifican los nuevos espacios que genera la ciudad, a menudo como desperdicios que hay que reciclar. Los arquitectos tienen muchos motivos sobre los que reflexionar, si quieren seguir convenciéndonos de que aún sirven para lo que les habíamos atribuido la competencia: diseñar un marco habitable, tanto en sentido funcional como en el sentido formal.»



Prólogo de Josep Ramoneda en los catálogos de CCCB
Exposición «Presente y futuros. Arquitectura en las ciudades»

01/07/1996 - 27/10/1996