«(…)
Qué enorme diferencia vemos en los barrios de la ciudad de México
durante los últimos veinte años. Entonces las calles de los barrios
eran realmente bienes comunales. Alguna gente las utilizaba para
vender hortalizas y carbón de leña. Otros colocaban sus sillas en
las aceras para beber café o tequila. Otros se reunían en la calle
para decidir quién sería el nuevo representante del vecindario, o
para determinar el precio de un asno. Otros conducían sus asnos por
entre la multitud, caminando próximos a sus bestias de carga; otros
montaban en sus sillas. Los niños jugaban en las zanjas y, aún así,
los caminantes podían usar la calle para ir de un sitio a otro.
Las
calles no fueron construidas por la gente. Como cualquier otro bien
común, la calle misma era el resultado de la gente que allí vivía
y tornaba habitable ese espacio. Las viviendas que franqueaban las
calles no eran hogares privados en el sentido moderno: garajes para
el depósito nocturno de los trabajadores. El umbral separaba aún
dos espacios vivientes, uno íntimo y otro común. Pero ni los
hogares en su sentido íntimo ni las calles como bienes comunales
sobrevivieron al crecimiento económico.
En
los nuevos barrios de la ciudad de México las calles no son ya para
la gente. Son ahora carreteras para coches, para autobuses, taxis y
camiones. La gente es difícilmente tolerada en las calles a menos
que se dirija hacia la parada del autobús. Si ahora la gente se
sentara o detuviera en las calles sería un obstáculo para el
tránsito, y el tránsito sería peligroso para quien así lo
hiciere. La calle fue degradada, de bien comunitario a un simple
recurso para la circulación de vehículos. La gente ya no puede
circular por sus espacios, el tránsito desplaza su movilidad. Sólo
puede circular cuando se le acota y se le traslada.
(…)
La
apropiación del entorno por la minoría fue claramente reconocida
como un abuso intolerable. Pero la aún más degradante
transformación de las personas en miembros de una fuerza de trabajo
industrial y consumidores fue tomada –hasta hace poco– como algo
natural.
(...)
Sólo
muy recientemente, en la base de la sociedad, un nuevo tipo de
“intelecto popular” comienza a reconocer lo que ha estado
aconteciendo. El cercamiento le niega a la gente el derecho a esa
clase de entorno en el cual –a lo largo de la historia– se había
fundamentado la economía moral de la subsistencia. El cercamiento,
una vez aceptado, redefine la comunidad: socava la autonomía local
de la comunidad. (...). El cercamiento permite al burócrata definir
la comunidad local como un ente incapaz de proveerse de lo necesario
para su propia subsistencia. Las personas se tornan individuos
económicos que dependen para su supervivencia de las comodidades
producidas para ellos. Fundamentalmente, gran parte de los
movimientos ciudadanos representan una rebelión contra esta inducida
redefinición de la gente como consumidores.
Semejante
transformación del entorno, de bien común a recursos productivos,
constituye la forma básica de la degradación ambiental. (...) Por
desgracia, la importancia de esta transformación ha sido ignorada o
minimizada por la ecología política hasta el día de hoy. Es
necesario que se le reconozca si pretendemos organizar movimientos
para la defensa de lo que aún queda de los bienes comunales.(...).
Tal tarea debe emprenderse con urgencia, puesto que los bienes
comunales pueden existir sin policía, pero los recursos naturales
no.
Por
definición, las riquezas requieren de la policía para su defensa.
Una vez defendidas, su recuperación como bienes comunales se torna
más y más difícil. Ésta es una razón especial para tal urgencia.»
Ivan Illich
Extraido de "El silencio es un bien comunal"
texto completo en www.decrecimiento.info