La
pertenencia del hombre a lo simple y cercano se
acentúa
aún más en la vejez cuando nos vamos
despidiendo
de proyectos, y más nos acercamos a la tierra
de
nuestra infancia, y no a la tierra en general, sino a aquel
pedazo,
a aquel ínfimo pedazo de tierra en que transcurrió
nuestra
niñez, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra
magia,
la irrecuperable magia de la irrecuperable niñez. Y
entonces
recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un
perro,
un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor
de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino
pequeñas y modestísimas cosas, pero que en el ser humano
adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando el
hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo,
tan angustiosamente incompleto, tan transparente
y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyito
de la infancia; que no sólo están separados por los abismos
del tiempo sino por vastos territorios.
Así
nos es dado ver a muchos viejos que casi no hablan
y
todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en
realidad
miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su
memoria.
Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus
poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la
eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque
nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos,
nuestra dura experiencia) hayamos ido cambiando
con los años; y también nuestra piel y nuestras arrugas
van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito,
hay algo en el ser humano, allá muy dentro, allá en regiones
muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia
y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los
sueños, que parece resistir a ese trágico proceso resguardando
la eternidad del alma en la pequeñez de un ruego.
[...]
Cada
hora del hombre es un lugar vivo de nuestra existencia que ocurre una
sola vez, irremplazable para siempre. Aqui reside la tension de la
vida, su grandeza, la posibilidad de que la inasible fugacidad del
tiempo se colme de instantes absolutos [...]
La Resistencia. Ernesto Sábato, 2000