5 de febrero de 2015

aferrado con uñas y dientes a la infancia...

La pertenencia del hombre a lo simple y cercano se
acentúa aún más en la vejez cuando nos vamos
despidiendo de proyectos, y más nos acercamos a la tierra
de nuestra infancia, y no a la tierra en general, sino a aquel
pedazo, a aquel ínfimo pedazo de tierra en que transcurrió
nuestra niñez, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra
magia, la irrecuperable magia de la irrecuperable niñez. Y
entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un
perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en el ser humano adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo, tan angustiosamente incompleto, tan transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyito de la infancia; que no sólo están separados por los abismos del tiempo sino por vastos territorios.

Así nos es dado ver a muchos viejos que casi no hablan
y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en
realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su
memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) hayamos ido cambiando con los años; y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en el ser humano, allá muy dentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso resguardando la eternidad del alma en la pequeñez de un ruego.

[...]

Cada hora del hombre es un lugar vivo de nuestra existencia que ocurre una sola vez, irremplazable para siempre. Aqui reside la tension de la vida, su grandeza, la posibilidad de que la inasible fugacidad del tiempo se colme de instantes absolutos [...]

La Resistencia. Ernesto Sábato, 2000