«Aterra
el disparate perpetuo en que vivimos. Y déjenme contarles la
penúltima. A él lo llamaremos Manolo, y a la embarcación Manolita
II. Manolo
es patrón y propietario del pesquero Manolita
I.
Se dedica, con sus marineros, a una pesca que se hace con redes; y
para ayudarse a calar y recoger éstas lleva a remolque desde hace
treinta años el Manolita
II:
pequeño bote auxiliar, de madera y remos, de sólo cuatro metros de
eslora, que valdrá hoy unos trescientos euros. Nunca tuvo problemas
hasta que una patrullera de la Benemérita le dijo hola, buenos días,
y en aplicación del reglamento vigente lo informó de que el
Manolita II tenía que estar registrado, llevar matrícula, bandera y
demás parafernalia náutica. Manolo dijo a los guardias que él sólo
usaba ese bote un par de meses al año, y que el resto lo tenía en
seco, en tierra. Pero respondieron que aun así. Que lo sentían
mucho, pero que era la norma y ellos eran unos mandados. Punto.
Manolo
decidió hacer bien las cosas bien, y empezó los trámites:
capitanía marítima, papeleo. En cada peldaño del calvario, claro,
pagando. Tasa tal, certificado cual. Hasta que, en mitad del proceso,
el funcionario correspondiente informa a Manolo que, según la
normativa A, párrafo B, para obtener el certificado de navegación
del Manolita
II debe
presentar un proyecto de embarcación hecho por un ingeniero naval y
visado por el Colegio Oficial, donde figuren datos técnicos como
cálculo del junquillo y otras informaciones vitales. A Manolo se le
funden los plomos. Oiga, balbucea. Yo sólo quiero legalizar un bote
de remos de cuatro metros que remolco hace treinta años. Ya,
responden. Pero según la normativa con fecha tantos de tantos, si no
figuran los datos del junquillo, no hay manera. ¿Y qué es el
junquillo?, pregunta Manolo. Etcétera. Al fin, gracias a la buena
voluntad de otro funcionario que le confía por lo bajini que el
primer funcionario es un borde que no tiene ni zorra idea, Manolo
consigue pasar el trámite, paga nuevas tasas y obtiene el
certificado del Colegio Naval. Victoria.
Victoria
un carajo, comprueba acto seguido. Pues cuando acude a la ventanilla
con su certificado, responden que ahora tiene que obtener el de
Seguridad, y que además tiene que colocar un puntal con las luces de
navegación obligatorias. ¿En un bote de cuatro metros?, alucina
Manolo. Afirmativo, confirman. Además, debe llevar a bordo bengalas
y chalecos salvavidas inflables y sin inflar. Manolo objeta que todo
eso lo tiene a bordo del pesquero grande, y que cuando bajan al bote
llevan los chalecos salvavidas puestos. Da igual, responden. El
Manolita
II debe
llevar sus propios chalecos, revisados cada año pagando las tasas
correspondientes. Pero en cuatro metros de bote no cabe todo eso, se
desespera Manolo. A lo que los funcionarios responden encogiéndose
de hombros. Ya, dicen. Pero es la normativa. Artículo Tal, párrafo
Cual. ¿Y quién ha hecho esa normativa?, pregunta la víctima. Y
responden: ah, no sé. Uno de la consejería, o de Madrid.
Manolo
lo compra todo. El puntal, las luces, los chalecos. Todo. Pero siguen
sin darle el permiso, informándolo por capítulos. Falta la revisión
de Sanidad y el pago de esas tasas, se entera ahora. Y un día, en el
lugar donde está varado en tierra el bote, se presentan dos
inspectores con mono blanco, botas asépticas y casco de seguridad.
¿Dónde está el buque Manolita
II?,
preguntan. Cuando se repone de la impresión, Manolo indica el bote.
Lo miran, se miran entre ellos y le dicen a Manolo que falta a bordo
el botiquín con la lista Alfa, o algo así. Y se van. Manolo acude a
una tienda náutica, compra el botiquín -que está vacío y cuesta
100 euros- y luego lleva la lista Alfa a una farmacia. No puedo darle
esos productos, dice el farmacéutico, porque para la mitad necesita
receta. No joda, dice Manolo. Sí jodo, dice el otro. Etcétera.
Etcétera. Y una docena de etcéteras más.
Ha
pasado un año. Hoy, tras perder meses de ventanilla en ventanilla y
gastarse 5895 euros en legalizar un bote que vale 300, Manolo por fin
puede llevar otra vez a remolque el Manolita
II.
Aunque, como es imposible cargar tanto equipo a bordo, pues en cuatro
metros de eslora eso impediría hasta remar, lo deja todo en tierra.
De manera que cuando la Guardia Civil lo pare otra vez, lo van a
crujir. Pero eso sí: gracias a la normativa Omega barra Siete, o
como se llame -ideada por algún imbécil que no ha visto el mar en
su vida-, el Manolita
II tiene,
por fin, pintado un número de registro oficial. Y en la popa, según
expresa textualmente nuestra legislación náutica, ya puede llevar
la bandera española “con
los privilegios que ello confiere”.»