Le dijo Caperucita al Lobo:
—Qué Grandes Valores tienes.
Y el Lobo contestó:
—Son para comerte mejor.
«Cuando a un indígena chamula de los cerros de Chiapas, en el sur de México, se le pide que dibuje un mapa del mundo tras hacerle comprender la noción misma de “mapa”, coloca invariablemente en el “centro” la iglesia de San Juan, núcleo de la religión y la cultura chamula, y a su alrededor, en círculos concéntricos sucesivos cuyo tamaño y precisión disminuye con la distancia, los lugares cada vez más remotos que todavía guardan alguna relación con los intereses inmediatos de la comunidad: San Cristóbal de las Casas, Tuxla Gutiérrez, Distrito Federal… y los Estados Unidos, un desierto informe y borroso, ya casi fuera de la página en blanco, donde “nacen” los coches. Sólo por cortesía y sin saber nada acerca de su localización, acabará aceptando añadir una manchita al otro lado de un mar proceloso que ningún automóvil puede cruzar: es nuestra vieja y gran Europa.
Entre la concepción etnocéntrica de los chamula y la nuestra no hay, por tanto, ninguna diferencia. Hay una. Los “mapas” chamulas están trazados desde el cuerpo, ese pequeño, reducido y superado “metrón” neolítico; contemplan el mundo agarrados al suelo, encerrados en los límites inabarcables de su inmediatez empírica. Nosotros los mapas los trazamos desde el aire o, por así decirlo, desde el universo, con desapego universal, a partir de instrumentos separados del cuerpo que transportan una visión aparentemente sin centro y configuran desde la libertad un territorio más verdadero y más manejable. El etnocentrismo chamula es explicable puesto que su centro es precisamente su etnia; el etnocentrismo occidental es menos disculpable pues Occidente —lo que quiera que sea eso— pretende tener su centro fuera y contemplarse y contemplarlo todo desde las estrellas. Al contrario que el garabato indígena, transparente en sus proporciones subjetivas, el mapamundi occidental detenta la autoridad impersonal de Nadie y de Todos, la incuestionabilidad de una mirada compartida por encima de las fronteras, las tradiciones y las culturas. El etnocentrismo de nuestra tribu se mira el ombligo, por así decirlo, científica y racionalmente. El etnocentrismo de nuestra tribu es etnófugo, criptoétnico, epistemocéntrico.
La cartografía se ha desarrollado, lo sabemos, a impulsos del comercio y la conquista y su creciente precisión y funcionalidad es inseparable de la expansión colonial, la explotación económica y el imperialismo. Pero no es esto quizás lo más grave. Un mapa puede ser utilizado para controlar un territorio, para bombardear una ciudad, para salir de una selva o para desenterrar un tesoro; su genealogía limita pero no se impone necesariamente en cada uso. Podemos quizás —podremos— liberar los mapas. La cuestión es que el mapa mismo, y con independencia de su utilización, impone una mirada, una distancia, una síntesis visual de acercamiento a los territorios y sus hombres.
Cuando un chamula viaja, por ejemplo, a San Cristóbal de Las Casas su desplazamiento es horizontal y sincrónico: su visión es contemporánea de las cosas y la aparición misma de las cosas es contemporánea de su visión. Se mueve en un plano inmanente en el que tiene que enlazar trabajosamente impresiones sueltas a partir de un eje subjetivo amenazado por el propio distanciamiento del centro. Cuando nosotros viajamos a la India, en cambio, lo hacemos siempre en sentido vertical y descendente. Desplazarse en nuestro caso es siempre descender, no sólo cuando utilizamos el avión sino porque inevitablemente nos dejamos caer desde un mapa. La India y Bombay eran ya una propiedad mental nuestra, una unidad eidética manejada y explorada muchas veces antes de emprender el viaje, y por lo tanto el recorrido es siempre de alguna manera eleático; ni nos distanciamos nunca del lugar de partida ni tenemos que hacer tampoco el esfuerzo de medirnos con el espacio. Sería muy ingenuo pensar que esta percepción vertical y descendente del territorio, y la trascendencia a priori de esta visión, son ajenos a la seguridad del viajero occidental, a su indiferencia por los detalles y a su consideración un poco esquemática de los nativos, tres rasgos que, en condiciones de hegemonía económica y militar, acaban por desprender rutinariamente las figuras infames del funcionario colonial y del turista.
En definitiva, si la cartografía está atrapada en un imaginario (y una ideología) de conquista, nuestro imaginario (y nuestra ideología) están atrapados a su vez en una espontaneidad cartográfica. Tendremos que liberar los mapas, sí, pero después habrá también que aprender a reprimirlos.
(...)
Los sioux nacían en la tierra y sus sinuosidades; los occidentales nacemos en una plantilla o en una cuadrícula, trazada con cartabón y escuadra desde la que contemplamos naturalmente la naturaleza, incluido nuestro propio cuerpo, como un artificio, como una creación de la mente humana, como un diseño tecnológico a partir de los principios de la mecánica y la geometría. Nuestra geometría es quizás ilusoria, pero nuestras ilusiones son geométricas. Este imaginario rectilíneo, como nuestro imaginario cartográfico, no deja fuera un imaginario más auténtico u original, más primitivo y amenazante; lo que deja fuera es el mundo mismo; deja fuera el hecho mismo de que el mundo está inclinado. Reducida a “paisaje”, yaciente en su eidética articulación de planos y secantes, tendremos que sorprender la naturaleza en una hora crepuscular y desde un cerro, en un deliquio sartreano, para sentir el equivalente horizontal del vértigo: el horizóntigo de la anchura sinuosa, el mareo repentino —para una subjetividad plutarquiana— de la irregularidad, la ondulación, la imprecisión, la liquidez pétrea de la superficie terrestre.»